domingo, 29 de mayo de 2011

3.-MIROS: AL OTRO LADO DE LA MONTAÑA

Al otro lado de la montaña, la vida es parecida. Miros, nació en una pequeña aldea cerca de las montañas, es más, en la parte sur de la aldea, las montañas eran infranqueables. Hacia el norte, estaban otras poblaciones, cada vez mayores. Dependiendo del tamaño de la población, más grande era el castillo o el palacio, más poderoso era el dueño del palacio o del castillo.

Pero la aldea donde nació Miros, era la más pequeña, no tenía palacio, ni castillo, solo una gran casa, la del cabecilla, la del líder de la aldea.

Miros tenía dos hermanos que tenían 8 y 10 años más que él, y una hermana que tenía 4 años más que Miros.

Miros era un niño inquieto, inteligente, hábil, delgado y fibroso. Pronto comenzó a desarrollar trabajos duros, como el resto de sus hermanos, como el resto de sus amigos, como todos sus vecinos. Una vida de trabajo duro, sin tiempo para aprender, y casi sin tiempo para jugar.

Cuando Miros tenía 6 años, su hermano mayor se fue de casa a raíz de una fuerte discusión con su madre, que terminó con una bofetada de su padre. Su hermano se fue durante quince días y volvió solo para pedir perdón a su madre, y para pedir permiso a su padre para irse de nuevo.

-         No quiero irme enfadado con mi madre, y no quiero que pienses que te abandono, padre. Si no quieres dejarme ir, me quedaré.- le dijo a su padre.

-         Vete hijo, y vuelve cuando lo necesites o cuando quieras.



El hermano mayor, Tilo, entró a formar parte del ejército, y dada su fortaleza y su gran tamaño, pronto adquirió prestigio.

Cuando Miros tenía 8 años, el segundo hermano, Martín, en vista de la precaria vida de la aldea, siguió los pasos de Tilo. Martín, era aún más alto y más fuerte que Tilo. Pronto, los dos hermanos eran famosos por su talento en las batallas y eran los guerreros más admirados.



El mismo año que Martín se fue, Miros aprendió a leer y a escribir, enseñado por su hermana, enseñada a su vez por la hermana de un monje, enseñada a su vez por el propio monje.

Con la marcha de sus hermanos, el trabajo se multiplicó. Miros estaba en todas partes, todo el mundo le enviaba con recados, se pasaba el día corriendo de un lado para otro. Algunos días iba a otras poblaciones corriendo. Todo el mundo empezó a confiar cartas y pequeños envíos a Miros, pagándole bien por ello, lo cual mejoró en gran medida la economía familiar.

Miros se hizo muy popular, y muy querido, incluso era el confidente de algunas personas que siendo analfabetas confiaban en él para comunicarse con sus seres más allegados o queridos.

Todo el mundo se alegraba al ver llegar por el camino corriendo a aquel niño, incansable, que, con la respiración agitada y olvidando la fatiga, se detenía en el medio del pueblo, esperando que la gente se acercase por sus cartas o paquetes.

Aprendió a ocultarse en los bosques. Se ocultaba de los bandidos, también de los soldados, de los ricos, y de un tarado que merodeaba por los caminos vociferando su locura. Aprendió a evitar a las alimañas, y también a protegerse durante las noches.

El trabajo con sus padres, le hizo fuerte y resistente, sus correrías le hicieron ágil e intuitivo. Los libros que le dejaba su hermana a quien se les prestaba la hermana del monje y que ésta robaba al propio monje, le dieron cultura.

Las cosas en la aldea, no iban mal, y en su casa, iban bien, mejor que nunca.

A pesar de las frecuentes escaramuzas entre soldados y bandidos, entre bandidos y mercenarios, entre mercenarios y soldados, y etc. etc... que había en toda la comarca, la aldea, de tan apartada que estaba, estaba tranquila.

En un envío a otra población, Miros, se pasó dos días fuera de casa. Ya tenía 16 años, ya se defendía de bandidos solitarios haciéndoles frente en vez de escondiéndose. Cuando llegó por el camino de su casa,  vio gentío alrededor, mucho movimiento.

Una de las bandas de malhechores, azuzados por los soldados, había terminado por acercarse a la aldea. Cansados y hambrientos, trataron de robar en la aldea, pero los vecinos resistieron, y los expulsaron, pero en la huida desesperada, arrojaron fuego a la casa apartada de Miros. Cuando llegó a la puerta de su casa, vio, no la casa destruida, sino las puertas ennegrecidas y los cristales rotos. En el jardín, los cuerpos ya sin vida de su hermana y de sus padres, no estaban quemados, más tarde el explicaron que fue el humo lo que les mató.

Al principio, no le salían las lágrimas, después, no se tenía de pie, y por fin, lloró sin consuelo, sin entender lo sucedido.

Recordó la vida con sus padres. Su padre era un bruto, trabajaba como nadie, el doble que todos, ayudado por sus hijos, que poco aliviaban su esfuerzo diario. No quería que su mujer le ayudara en el campo, ni ella que él ayudara en casa. Pero cuando aquel bruto, de casi dos metros, entraba en casa y veía a su mujer, se le quitaba lo bruto. Si algo tenían sus padres era ese entendimiento, ese amor que luego fue cariño, luego dependencia y luego otra vez amor.

¡Qué discusiones! ¡¡Qué reconciliaciones!!

Indefectiblemente, las discusiones de sus padres, terminaban con su padre pidiendo perdón con la cara entre las manos, apoyados sus codos en la mesa, y con su madre a su espalda acariciando su pelo y besándole en la coronilla. “Anda tonto” decía ella. “Soy un bruto” contestaba él. “Eres mi bruto” terminaba ella.

Se les enterró juntos.

Le contaron los vecinos, que encontraron a su padre derrumbado en medio de las escaleras que conducían al piso superior con su hermana debajo de un brazo y su madre en el otro. Como si el hombre hubiera preferido morir todos juntos que vivir unos sin otros.

Miros enterró a su hermana como si estuviese en un sueño, la pérdida de su hermana le destrozó.

Buscó a sus hermanos, no tenía muchas esperanzas de entrar a formar parte del ejército, el no era tan alto como ellos, con el tiempo llegaría a medir algo más de metro ochenta. No era tan fuerte como ellos. Aun así, lo único que podía hacer era buscarlos, al menos para decirles que no había nadie esperando en casa.

Al principio, pensó en vengarse de los bandidos, pero como no sabía qué bandidos habían sido, la empresa de buscarlos le pareció una quimera, y la empresa de matar a todos los bandidos que pudiese, le pareció una obsesión que terminaría con su propia vida al primer envite. Después se desesperó, se sintió impotente, y finalmente, corrió abatido, alicaído, sin ganas, con un ritmo lento...

En la pequeña ciudad donde siempre, tarde o temprano, regresaban sus hermanos después de cada campaña, le acogieron con sorpresa, pues era habitual ver en su cara una sonrisa, y en ese momento, era incapaz de sonreír. Nadie sabía cuando regresarían sus hermanos.

Para sobrevivir, trabajó con el herrero, con casi 17 años, era un poco mayor para ser aprendiz, pero durante ocho o nueve meses, aprendió mucho del herrero. Su trabajo consistía en acarrear agua, piezas de hierro, y acero, etc. un trabajo de mucha carga, pero no había otra cosa.

El herrero, le cogió cariño, la mujer del herrero le cogió cariño, el hijo del herrero le cogió cariño. El problema fue que la hija del herrero, con 14 años, le cogió demasiado cariño. Le perseguía por todas partes, y la simpatía de la niña era irresistible, Miros se reía con ella, y le resultaba muy agradable su compañía. Entre ellos surgió una gran amistad, aunque la convivencia, las confidencias y la complicidad que existía entre los dos, les llevó a un beso, a una caricia, etc. Esas sensaciones fueron para Miros, las más auténticas que tendría en su vida, los sentimientos a los que dan lugar las hormonas de la adolescencia, fluyen con una intensidad que quema.

Miros vivía un sueño, sueño del que despertó de un  tortazo del herrero cuando se enteró, un tortazo a mano abierta que le dejó su ojo izquierdo tapado por la hinchazón, su ceja partida y los labios inflados. El tortazo le dejó atontado por un lado y despejado por el otro. Atontado porque casi pierde el conocimiento. Despejado porque bajó de la luna y se le pasó el enamoramiento ipso-facto.

Sintió más rabia que dolor, porque el cariño y la camaradería que tenía con el herrero, desaparecieron para siempre, no se esperaba que el herrero le pegase, aunque éste se arrepintió antes de que su mano llegase a la cara de Miros.

El herrero, le pidió perdón culpando a su hija. Pero Miros le contestó que todo había sucedido sin darse cuenta, que no lo pudieron evitar, porque nunca se les ocurrió ningún motivo  para evitarlo.

El herrero, le recomendó para trabajar dentro del castillo. En el castillo, no sabían en qué emplearle. Primero, le pusieron a cuidar de unos perros de guerra, que parecían feroces y sanguinarios, pero que a Miros le empalagaban con sus lametazos y sus juegos, poco apropiados para aquellos enormes perros. Al principio le costó mucho que los animales se dejasen acariciar, pero con el tiempo y un poco de cariño lo consiguió.

Sin dejar los perros, y como la fama de Tilo y Martín le precedía, probaron su habilidad en combate, contra los demás futuros combatientes.

Desde que tenía uso de razón, su padre y sus hermanos le enseñaron a luchar, cuerpo a cuerpo, con puñal y con espada y otro tipo de cuchillos, hasta con un simple palo. Sus hermanos mayores, previendo que Miros no llegaría a su estatura y su fuerza, se empeñaron en que había que acentuar su habilidad y su rapidez. Ya tenía mucha rapidez, y de sus correrías con los envíos, conservaba mucha resistencia. La habilidad era innata en él. Su punto fuerte en el combate era su inteligencia.

Vencer a los demás era un juego para él. Los demás eran más jóvenes, Miros ya tenía 18 años, y los demás unos 15. Pero también venció a los instructores. Ninguno se sintió agraviado. Los cuatro instructores, vieron un diamante, no en bruto, porque ese diamante había empezado a pulirse por sus propios hermanos. Nadie mejor.

Se ejercitaba con los cuatro instructores. Daba largas carreras. Cuidaba de los perros, y aún le quedó tiempo para aprender a luchar sobre un caballo, lo cual le resultó muy difícil, porque en su vida se había subido a uno.

Los ratos que se pasaba cuidando de los perros de guerra, eran a su vez momentos de meditación, los perros le adoraban.

Le gustaba el entrenamiento, le distraía y le hacía olvidar la desgracia de sus padres y el incidente del herrero, aunque no le hacía olvidarse de Ana, la hija del herrero. A veces la veía, escondido en una de las torres que estaban cerca de la casa del herrero.

Para cuando aparecieron Tilo y Martín, Miros no tenía rival en combate. Sus hermanos, acostumbrados a ver la muerte, a perder amigos, a soportar terribles heridas de guerra, se derrumbaron al enterarse de la pérdida de sus padres y hermana. Impotentes ante semejante noticia, y cansados de luchar por los campos de batalla, estuvieron un par de semanas alicaídos y cabizbajos, sin ganas de nada.

Comenzaron a entrenar con sus compañeros, y se enteraron de la destreza de Miros entre los aprendices. En esos días, Miros estaba un poco apesadumbrado, porque a pesar de no tener rival en los entrenamientos, era incapaz de vencer a un solo soldado veterano de entre los compañeros de sus hermanos. Pero éstos, lejos de burlarse de él, le admiraban por el empeño que ponía, y porque sabían que llegaría a ser mejor que todos ellos.

Tanto Tilo como Martín, eran tan enormes y tenían tanta experiencia en la lucha, que no necesitaban tanta habilidad como Miros. Más de un año tardó Miros en vencer de vez en cuando a algún veterano.

Después de la llegada de sus hermanos, le relevaron de cuidar a los perros, pero él siguió haciéndolo porque les había cogido cariño.

Cuando cumplió 21 años, era casi imposible vencerle, Tilo y Martín veían como revoloteaba a su alrededor, ya nadie podía enseñarle nada más.

La primera vez que entró en combate real, y una vez superado el miedo inicial, le pareció tan fácil derrotar a sus adversarios que no se lo podía creer. Pero a medida que avanzaba la batalla, sus adversarios le exigían más. Cuando finalizó el enfrentamiento, en el que salieron victoriosos a duras penas, Miros estaba muy cansado. Pero su valor había quedado demostrado.

Estaba contento con sus hazañas, y por eso no pudo evitar ir a contárselo  a Ana, con quien se veía a escondidas. El herrero sabía que se veían, pero no le pareció justo intervenir.

Cuando Miros tenía 23 años y Ana 20, se casaron y se fueron a vivir cerca del castillo. Vivieron dos años tranquilos, con su familia cerca, no habían tenido hijos, pero eso no influía en su relación.



Ana era muy hermosa, y con el tiempo, todos en el castillo se admiraban de la pareja.



En un aciago día, en el que las tropas del caballero más importante de ese reino, estaban cerca del castillo, fueron acercándose a la gente para que fueran atendidas sus heridas, y para tomar provisiones. Uno de los capitanes, se encaprichó de Ana, era la historia más repetida de la Historia, Ana, era de un carácter muy fuerte, y le clavó un cuchillo en el muslo, el capitán reaccionó como el soldado que era, y la mató tan rápidamente que nadie pudo hacer nada. Cuando Tilo y Martín se enteraron, y mientras Miros lloraba por su mujer, mataron al capitán, y este capitán era demasiado importante.

El suceso llegó a oídos del rey, quien se personó en el castillo, pidiendo que se ajusticiara a Tilo y a Martín por tomarse la justicia por su mano. Ellos, creyendo que su rey haría justicia, se presentaron a él, convencidos de que entendería que el agravio cometido por el capitán, no merecía otra cosa. Pero en cuanto llegaron ante su presencia, el rey ordenó que fuesen capturados y llevados a los calabozos. Desengañados, Tilo y Martín, desenvainaron sus espadas, iban deshaciéndose de soldados a medida que llegaban y sin darse cuenta avanzaban hacía la posición del rey. Éste, atemorizado, ordenó a su escolta que les matase. Ante la lluvia de lanzas y flechas de la escolta del rey, ninguno de los dos pudo hacer nada, murieron luchando, y era la primera y única vez en su vida que sabían por qué y por quién luchaban.

Miros, que había visto todo, se quedó en pocas horas sin nadie en el mundo por quien vivir. Muy despacio, comenzó a acercarse con la espada en la mano, y cuando el rey se dio cuenta, ordenó de nuevo que le matasen, pero a Miros ya no le importaba nada en el mundo.

Los espadachines caían a su alrededor sin tiempo de reacción, de tan rápido que era el ataque de Miros, los lanceros no le acertaban, hiriendo además a su propios compañeros. Miros esquivaba las flechas y paraba las lanzas con una habilidad sorprendente, cada vez estaba más cerca del rey, la escolta, no pudo retenerle ni siquiera un suspiro, decapitó al rey con tanta saña, que la cabeza quedó por un instante en su sitio, para caer luego hacia el lado contrario al que caía el cuerpo.

Miros saltó por la ventana, y escapó por los callejones que conocía como la palma de su mano. Los vecinos, estorbaban la persecución, apartaban bultos a Miros, y al instante, ponían carros y carretas delante de los perseguidores. Enseguida, Miros llegó a las afueras, corrió cuanto pudo por los campos en dirección de las montañas. No habría conseguido llegar muy lejos, el corriendo y los demás a caballo, pero corrió de todas formas.

Mientras, a medida que se bajaba el portón del castillo por el que tenían que salir los caballeros, delante de estos y a medida que el portón se abría, fue apareciendo la figura del herrero y su hijo, éstos, con sendos mazos, derrumbaron a los primeros jinetes y destrozaron el portón que servía de puente para salir por encima del foso de agua, mientras otros vecinos, apedreaban a los que intentaban detener el destrozo.

Para cuando los jinetes pudieron salir, Miros estaba ya muy cerca de las montañas, pero claro, una vez allí, no tendría donde huir, no se podía escapar por ningún lado. Los soldados salieron tras el.



“Rápido, soltad los perros de guerra”. Eso dijo alguien. Y ese entrenador miserable que preparaba los perros, sonrió, pero no dijo nada, le daban ganas de reírse a carcajadas, sabiendo como sabía que los perros antes se comerían unos a otros, que hacer el más mínimo daño a Miros, y apenas podía contener la risa, no sería el quien les contaría eso, no, porque tanto Miros como Tilo y Martín, eran de los suyos, y siempre le habían caído bien.


9 comentarios:

Eduardo Fanegas de la Fuente dijo...

Que gran historia la de Miros, ahora sabemos por qué huía. :-)

Ruben dijo...

Ya se que he dado saltos en el tiempo, pero es que la huida, es lo primero que imaginé, luego vino lo otro, y además, tenía más acción.

Anónimo dijo...

Hola la historia ahora va cogiendo color , y según vas leyendo , se va pareciendo a una de aventuras mediavales no crees? pero sigue siendo igual de interesante , un saludo de pitufa.

Ruben dijo...

Si, una historia medieval si que es, aunque los castillos terminan aquí, luego vendrán otros paisajes, cada uno con su historia.

Vir dijo...

¡Madre! ¡Cuánta muerte! Qué triste...

Ruben dijo...

Vir, más adelante compensaré toda esta muerte, y ahorraré otras.

raspa dijo...

Miros tiene capacidad de líder.
La muerte de sus padres, hermana y el sufrimiento lo hacen más fuerte.
Ya sé porque huía...

Ruben dijo...

Líbelula, he dado un salto hacia atrás, pero ya quedó explicada la huida. Vendrán personajes que también tendrán capacidad de líder.

Maharet Reina Madre dijo...

Voy al cuarto...