domingo, 29 de mayo de 2011

3.-MIROS: AL OTRO LADO DE LA MONTAÑA

Al otro lado de la montaña, la vida es parecida. Miros, nació en una pequeña aldea cerca de las montañas, es más, en la parte sur de la aldea, las montañas eran infranqueables. Hacia el norte, estaban otras poblaciones, cada vez mayores. Dependiendo del tamaño de la población, más grande era el castillo o el palacio, más poderoso era el dueño del palacio o del castillo.

Pero la aldea donde nació Miros, era la más pequeña, no tenía palacio, ni castillo, solo una gran casa, la del cabecilla, la del líder de la aldea.

Miros tenía dos hermanos que tenían 8 y 10 años más que él, y una hermana que tenía 4 años más que Miros.

Miros era un niño inquieto, inteligente, hábil, delgado y fibroso. Pronto comenzó a desarrollar trabajos duros, como el resto de sus hermanos, como el resto de sus amigos, como todos sus vecinos. Una vida de trabajo duro, sin tiempo para aprender, y casi sin tiempo para jugar.

Cuando Miros tenía 6 años, su hermano mayor se fue de casa a raíz de una fuerte discusión con su madre, que terminó con una bofetada de su padre. Su hermano se fue durante quince días y volvió solo para pedir perdón a su madre, y para pedir permiso a su padre para irse de nuevo.

-         No quiero irme enfadado con mi madre, y no quiero que pienses que te abandono, padre. Si no quieres dejarme ir, me quedaré.- le dijo a su padre.

-         Vete hijo, y vuelve cuando lo necesites o cuando quieras.



El hermano mayor, Tilo, entró a formar parte del ejército, y dada su fortaleza y su gran tamaño, pronto adquirió prestigio.

Cuando Miros tenía 8 años, el segundo hermano, Martín, en vista de la precaria vida de la aldea, siguió los pasos de Tilo. Martín, era aún más alto y más fuerte que Tilo. Pronto, los dos hermanos eran famosos por su talento en las batallas y eran los guerreros más admirados.



El mismo año que Martín se fue, Miros aprendió a leer y a escribir, enseñado por su hermana, enseñada a su vez por la hermana de un monje, enseñada a su vez por el propio monje.

Con la marcha de sus hermanos, el trabajo se multiplicó. Miros estaba en todas partes, todo el mundo le enviaba con recados, se pasaba el día corriendo de un lado para otro. Algunos días iba a otras poblaciones corriendo. Todo el mundo empezó a confiar cartas y pequeños envíos a Miros, pagándole bien por ello, lo cual mejoró en gran medida la economía familiar.

Miros se hizo muy popular, y muy querido, incluso era el confidente de algunas personas que siendo analfabetas confiaban en él para comunicarse con sus seres más allegados o queridos.

Todo el mundo se alegraba al ver llegar por el camino corriendo a aquel niño, incansable, que, con la respiración agitada y olvidando la fatiga, se detenía en el medio del pueblo, esperando que la gente se acercase por sus cartas o paquetes.

Aprendió a ocultarse en los bosques. Se ocultaba de los bandidos, también de los soldados, de los ricos, y de un tarado que merodeaba por los caminos vociferando su locura. Aprendió a evitar a las alimañas, y también a protegerse durante las noches.

El trabajo con sus padres, le hizo fuerte y resistente, sus correrías le hicieron ágil e intuitivo. Los libros que le dejaba su hermana a quien se les prestaba la hermana del monje y que ésta robaba al propio monje, le dieron cultura.

Las cosas en la aldea, no iban mal, y en su casa, iban bien, mejor que nunca.

A pesar de las frecuentes escaramuzas entre soldados y bandidos, entre bandidos y mercenarios, entre mercenarios y soldados, y etc. etc... que había en toda la comarca, la aldea, de tan apartada que estaba, estaba tranquila.

En un envío a otra población, Miros, se pasó dos días fuera de casa. Ya tenía 16 años, ya se defendía de bandidos solitarios haciéndoles frente en vez de escondiéndose. Cuando llegó por el camino de su casa,  vio gentío alrededor, mucho movimiento.

Una de las bandas de malhechores, azuzados por los soldados, había terminado por acercarse a la aldea. Cansados y hambrientos, trataron de robar en la aldea, pero los vecinos resistieron, y los expulsaron, pero en la huida desesperada, arrojaron fuego a la casa apartada de Miros. Cuando llegó a la puerta de su casa, vio, no la casa destruida, sino las puertas ennegrecidas y los cristales rotos. En el jardín, los cuerpos ya sin vida de su hermana y de sus padres, no estaban quemados, más tarde el explicaron que fue el humo lo que les mató.

Al principio, no le salían las lágrimas, después, no se tenía de pie, y por fin, lloró sin consuelo, sin entender lo sucedido.

Recordó la vida con sus padres. Su padre era un bruto, trabajaba como nadie, el doble que todos, ayudado por sus hijos, que poco aliviaban su esfuerzo diario. No quería que su mujer le ayudara en el campo, ni ella que él ayudara en casa. Pero cuando aquel bruto, de casi dos metros, entraba en casa y veía a su mujer, se le quitaba lo bruto. Si algo tenían sus padres era ese entendimiento, ese amor que luego fue cariño, luego dependencia y luego otra vez amor.

¡Qué discusiones! ¡¡Qué reconciliaciones!!

Indefectiblemente, las discusiones de sus padres, terminaban con su padre pidiendo perdón con la cara entre las manos, apoyados sus codos en la mesa, y con su madre a su espalda acariciando su pelo y besándole en la coronilla. “Anda tonto” decía ella. “Soy un bruto” contestaba él. “Eres mi bruto” terminaba ella.

Se les enterró juntos.

Le contaron los vecinos, que encontraron a su padre derrumbado en medio de las escaleras que conducían al piso superior con su hermana debajo de un brazo y su madre en el otro. Como si el hombre hubiera preferido morir todos juntos que vivir unos sin otros.

Miros enterró a su hermana como si estuviese en un sueño, la pérdida de su hermana le destrozó.

Buscó a sus hermanos, no tenía muchas esperanzas de entrar a formar parte del ejército, el no era tan alto como ellos, con el tiempo llegaría a medir algo más de metro ochenta. No era tan fuerte como ellos. Aun así, lo único que podía hacer era buscarlos, al menos para decirles que no había nadie esperando en casa.

Al principio, pensó en vengarse de los bandidos, pero como no sabía qué bandidos habían sido, la empresa de buscarlos le pareció una quimera, y la empresa de matar a todos los bandidos que pudiese, le pareció una obsesión que terminaría con su propia vida al primer envite. Después se desesperó, se sintió impotente, y finalmente, corrió abatido, alicaído, sin ganas, con un ritmo lento...

En la pequeña ciudad donde siempre, tarde o temprano, regresaban sus hermanos después de cada campaña, le acogieron con sorpresa, pues era habitual ver en su cara una sonrisa, y en ese momento, era incapaz de sonreír. Nadie sabía cuando regresarían sus hermanos.

Para sobrevivir, trabajó con el herrero, con casi 17 años, era un poco mayor para ser aprendiz, pero durante ocho o nueve meses, aprendió mucho del herrero. Su trabajo consistía en acarrear agua, piezas de hierro, y acero, etc. un trabajo de mucha carga, pero no había otra cosa.

El herrero, le cogió cariño, la mujer del herrero le cogió cariño, el hijo del herrero le cogió cariño. El problema fue que la hija del herrero, con 14 años, le cogió demasiado cariño. Le perseguía por todas partes, y la simpatía de la niña era irresistible, Miros se reía con ella, y le resultaba muy agradable su compañía. Entre ellos surgió una gran amistad, aunque la convivencia, las confidencias y la complicidad que existía entre los dos, les llevó a un beso, a una caricia, etc. Esas sensaciones fueron para Miros, las más auténticas que tendría en su vida, los sentimientos a los que dan lugar las hormonas de la adolescencia, fluyen con una intensidad que quema.

Miros vivía un sueño, sueño del que despertó de un  tortazo del herrero cuando se enteró, un tortazo a mano abierta que le dejó su ojo izquierdo tapado por la hinchazón, su ceja partida y los labios inflados. El tortazo le dejó atontado por un lado y despejado por el otro. Atontado porque casi pierde el conocimiento. Despejado porque bajó de la luna y se le pasó el enamoramiento ipso-facto.

Sintió más rabia que dolor, porque el cariño y la camaradería que tenía con el herrero, desaparecieron para siempre, no se esperaba que el herrero le pegase, aunque éste se arrepintió antes de que su mano llegase a la cara de Miros.

El herrero, le pidió perdón culpando a su hija. Pero Miros le contestó que todo había sucedido sin darse cuenta, que no lo pudieron evitar, porque nunca se les ocurrió ningún motivo  para evitarlo.

El herrero, le recomendó para trabajar dentro del castillo. En el castillo, no sabían en qué emplearle. Primero, le pusieron a cuidar de unos perros de guerra, que parecían feroces y sanguinarios, pero que a Miros le empalagaban con sus lametazos y sus juegos, poco apropiados para aquellos enormes perros. Al principio le costó mucho que los animales se dejasen acariciar, pero con el tiempo y un poco de cariño lo consiguió.

Sin dejar los perros, y como la fama de Tilo y Martín le precedía, probaron su habilidad en combate, contra los demás futuros combatientes.

Desde que tenía uso de razón, su padre y sus hermanos le enseñaron a luchar, cuerpo a cuerpo, con puñal y con espada y otro tipo de cuchillos, hasta con un simple palo. Sus hermanos mayores, previendo que Miros no llegaría a su estatura y su fuerza, se empeñaron en que había que acentuar su habilidad y su rapidez. Ya tenía mucha rapidez, y de sus correrías con los envíos, conservaba mucha resistencia. La habilidad era innata en él. Su punto fuerte en el combate era su inteligencia.

Vencer a los demás era un juego para él. Los demás eran más jóvenes, Miros ya tenía 18 años, y los demás unos 15. Pero también venció a los instructores. Ninguno se sintió agraviado. Los cuatro instructores, vieron un diamante, no en bruto, porque ese diamante había empezado a pulirse por sus propios hermanos. Nadie mejor.

Se ejercitaba con los cuatro instructores. Daba largas carreras. Cuidaba de los perros, y aún le quedó tiempo para aprender a luchar sobre un caballo, lo cual le resultó muy difícil, porque en su vida se había subido a uno.

Los ratos que se pasaba cuidando de los perros de guerra, eran a su vez momentos de meditación, los perros le adoraban.

Le gustaba el entrenamiento, le distraía y le hacía olvidar la desgracia de sus padres y el incidente del herrero, aunque no le hacía olvidarse de Ana, la hija del herrero. A veces la veía, escondido en una de las torres que estaban cerca de la casa del herrero.

Para cuando aparecieron Tilo y Martín, Miros no tenía rival en combate. Sus hermanos, acostumbrados a ver la muerte, a perder amigos, a soportar terribles heridas de guerra, se derrumbaron al enterarse de la pérdida de sus padres y hermana. Impotentes ante semejante noticia, y cansados de luchar por los campos de batalla, estuvieron un par de semanas alicaídos y cabizbajos, sin ganas de nada.

Comenzaron a entrenar con sus compañeros, y se enteraron de la destreza de Miros entre los aprendices. En esos días, Miros estaba un poco apesadumbrado, porque a pesar de no tener rival en los entrenamientos, era incapaz de vencer a un solo soldado veterano de entre los compañeros de sus hermanos. Pero éstos, lejos de burlarse de él, le admiraban por el empeño que ponía, y porque sabían que llegaría a ser mejor que todos ellos.

Tanto Tilo como Martín, eran tan enormes y tenían tanta experiencia en la lucha, que no necesitaban tanta habilidad como Miros. Más de un año tardó Miros en vencer de vez en cuando a algún veterano.

Después de la llegada de sus hermanos, le relevaron de cuidar a los perros, pero él siguió haciéndolo porque les había cogido cariño.

Cuando cumplió 21 años, era casi imposible vencerle, Tilo y Martín veían como revoloteaba a su alrededor, ya nadie podía enseñarle nada más.

La primera vez que entró en combate real, y una vez superado el miedo inicial, le pareció tan fácil derrotar a sus adversarios que no se lo podía creer. Pero a medida que avanzaba la batalla, sus adversarios le exigían más. Cuando finalizó el enfrentamiento, en el que salieron victoriosos a duras penas, Miros estaba muy cansado. Pero su valor había quedado demostrado.

Estaba contento con sus hazañas, y por eso no pudo evitar ir a contárselo  a Ana, con quien se veía a escondidas. El herrero sabía que se veían, pero no le pareció justo intervenir.

Cuando Miros tenía 23 años y Ana 20, se casaron y se fueron a vivir cerca del castillo. Vivieron dos años tranquilos, con su familia cerca, no habían tenido hijos, pero eso no influía en su relación.



Ana era muy hermosa, y con el tiempo, todos en el castillo se admiraban de la pareja.



En un aciago día, en el que las tropas del caballero más importante de ese reino, estaban cerca del castillo, fueron acercándose a la gente para que fueran atendidas sus heridas, y para tomar provisiones. Uno de los capitanes, se encaprichó de Ana, era la historia más repetida de la Historia, Ana, era de un carácter muy fuerte, y le clavó un cuchillo en el muslo, el capitán reaccionó como el soldado que era, y la mató tan rápidamente que nadie pudo hacer nada. Cuando Tilo y Martín se enteraron, y mientras Miros lloraba por su mujer, mataron al capitán, y este capitán era demasiado importante.

El suceso llegó a oídos del rey, quien se personó en el castillo, pidiendo que se ajusticiara a Tilo y a Martín por tomarse la justicia por su mano. Ellos, creyendo que su rey haría justicia, se presentaron a él, convencidos de que entendería que el agravio cometido por el capitán, no merecía otra cosa. Pero en cuanto llegaron ante su presencia, el rey ordenó que fuesen capturados y llevados a los calabozos. Desengañados, Tilo y Martín, desenvainaron sus espadas, iban deshaciéndose de soldados a medida que llegaban y sin darse cuenta avanzaban hacía la posición del rey. Éste, atemorizado, ordenó a su escolta que les matase. Ante la lluvia de lanzas y flechas de la escolta del rey, ninguno de los dos pudo hacer nada, murieron luchando, y era la primera y única vez en su vida que sabían por qué y por quién luchaban.

Miros, que había visto todo, se quedó en pocas horas sin nadie en el mundo por quien vivir. Muy despacio, comenzó a acercarse con la espada en la mano, y cuando el rey se dio cuenta, ordenó de nuevo que le matasen, pero a Miros ya no le importaba nada en el mundo.

Los espadachines caían a su alrededor sin tiempo de reacción, de tan rápido que era el ataque de Miros, los lanceros no le acertaban, hiriendo además a su propios compañeros. Miros esquivaba las flechas y paraba las lanzas con una habilidad sorprendente, cada vez estaba más cerca del rey, la escolta, no pudo retenerle ni siquiera un suspiro, decapitó al rey con tanta saña, que la cabeza quedó por un instante en su sitio, para caer luego hacia el lado contrario al que caía el cuerpo.

Miros saltó por la ventana, y escapó por los callejones que conocía como la palma de su mano. Los vecinos, estorbaban la persecución, apartaban bultos a Miros, y al instante, ponían carros y carretas delante de los perseguidores. Enseguida, Miros llegó a las afueras, corrió cuanto pudo por los campos en dirección de las montañas. No habría conseguido llegar muy lejos, el corriendo y los demás a caballo, pero corrió de todas formas.

Mientras, a medida que se bajaba el portón del castillo por el que tenían que salir los caballeros, delante de estos y a medida que el portón se abría, fue apareciendo la figura del herrero y su hijo, éstos, con sendos mazos, derrumbaron a los primeros jinetes y destrozaron el portón que servía de puente para salir por encima del foso de agua, mientras otros vecinos, apedreaban a los que intentaban detener el destrozo.

Para cuando los jinetes pudieron salir, Miros estaba ya muy cerca de las montañas, pero claro, una vez allí, no tendría donde huir, no se podía escapar por ningún lado. Los soldados salieron tras el.



“Rápido, soltad los perros de guerra”. Eso dijo alguien. Y ese entrenador miserable que preparaba los perros, sonrió, pero no dijo nada, le daban ganas de reírse a carcajadas, sabiendo como sabía que los perros antes se comerían unos a otros, que hacer el más mínimo daño a Miros, y apenas podía contener la risa, no sería el quien les contaría eso, no, porque tanto Miros como Tilo y Martín, eran de los suyos, y siempre le habían caído bien.


martes, 24 de mayo de 2011

2.- MIROS: NUÑO

2.- NUÑO



-         Nuño, lo siento, no quiero hacerte daño, acércate, no temas.

-         No me fío de tí, puede que te hayan mandado a matarme.

-         No. No. Yo no te quiero matar, necesito ayuda, tengo hambre, y no sé ni dónde estoy.

-         Yo tengo comida, tengo un conejo vivo, pero se lo he robado a Nano.

-         No sé quién es Nano, y tengo tanta hambre que tampoco me importa, si compartes el conejo conmigo, será casi como si me salvaras la vida, porque estoy agotado, ya no puedo más.



Nuño, se sintió importante ante la oportunidad de salvar una vida, salió corriendo, y en un minuto apareció con un conejo, no era muy grande, pero a Miros, realmente casi le salvó la vida.

Asaron el conejo, teniendo mucho cuidado de que no se viese el fuego desde ningún lado, porque lo que estaba muy claro es que ambos estaban huyendo.

-         Miros.

-         ¿Qué?

-         Tu no vives por aquí, porque yo te conocería, conozco a todos los habitantes de las grandes cuevas, y  a tí no te conozco. ¿De qué valle vienes?

-         Mira Nuño, yo vengo del otro lado de esas montañas.

-         ¡ No, de ahí no!, dime la verdad.

-         Esa es la verdad, huía por una ladera al otro lado de la montaña, me caí dentro de un pozo, y no se cómo ni por dónde he llegado aquí, he salido despedido por aquel hueco por el que sale el agua. Pero entiendo que no me creas, porque desde el otro lado, nadie, jamás ha cruzado a este.

-         ¿Qué hay al otro lado?

-         Otro mundo, Nuño, un mundo que no te gustaría.

-         Seguro que es mucho mejor que este, este es un mundo malo.

-         ¿Cómo es este mundo?, tendrá que ser muy malo para ser peor que aquel.

-         Este mundo, no sé cómo será allí, más abajo en el valle, pero aquí es terrible, yo me he escapado de Nano.

-         Cuéntame Nuño, cuéntame tu historia, dime dónde estoy.



Nuño no sabía cómo empezar a contar su historia, porque nunca había necesitado hablar tanto tiempo seguido, así que comenzó contando cómo era ese lugar.

“En este lado, hay un valle muy grande, dentro de él hay otros valles más pequeños, hay muchos poblados, algunos, son como reinos aparte, unos valles son muy diferentes de otros, yo no sé como se vivirá en ellos, porque todo depende de si son atacados o no por gentes de fuera del Gran Valle. Pero aquí, en las montañas, aquí arriba, la vida es muy dura.

Hay seis grandes cuevas, a su alrededor, entre los riscos, están construidos los poblados, yo he nacido en uno de ellos, pero me he escapado, porque allí, cuando estás a punto de ser un hombre, te miran con recelo, los jefes son hombres enormes, los más fuertes, se disputan el liderazgo en lucha a muerte, y luego si el vencedor es el jefe, no pasa nada, pero si el vencedor es el que ha venido a desafiar, a veces, mata a los hijos del anterior, sobre todo a los mayores, para evitar venganzas posteriores.

Nano no era mi padre, a mi padre ni le conocí, porque le mataron cuando yo era pequeño, Nano lleva muchos años sin ser derrotado, es cruel, es muy fuerte.

En estas cuevas solo viven mujeres y niños, y el jefe de cada una, en cuanto los niños varones cumplen 16 años, son expulsados, pero Nano les mata sin más. Así, que me he escapado.

En otras cuevas, cuando los jóvenes son expulsados, intentan sobrevivir, y luego buscan al resto de los hombres de la montaña que no tienen una cueva de mujeres. Yo iba buscándoles, porque se que viven más arriba, a media montaña, han construido refugios de madera y piedra, toman la decisión de seguir viviendo allí, o de luchar a muerte por una cueva, algunos vuelven a bajar, cruzan el territorio, y se adentran hacia el valle buscando una vida mejor. Tienen que huir con cuidado, si algún jefe los descubre, avisa a los otros cinco y le cazan como si fuera un oso.

Arriba en esa montaña, viven los mejores maestros, pero ellos no enseñan para ser jefe de una cueva, ellos están formando guerreros para terminar con todos los jefes, y comenzar una nueva vida, donde las mujeres no sean como esclavas, donde no se maten adolescentes, una vida un poco más civilizada, como la del resto del Gran valle, con eso bastaría.

Yo me he escapado porque Nano mató a mis hermanos, bueno, hermanastros, le robé dos conejos, salí al amanecer, y aunque lleva tres días buscándome, no me ha encontrado, porque yo había descubierto esta cueva que no conoce nadie, cuando tu entraste, creía que era uno de los jefes.

Ahora voy a intentar subir a buscar a los maestros, porque han dejado de buscar por aquí, y se han ido a vigilar por si intento bajar al valle.

Hay otras cinco cuevas, en cada una hay un jefe, normalmente grande y poderoso, menos en una de ellas, en la que el jefe es normal de tamaño, pero es temible, es un guerrero formidable, además se ensaña con sus adversarios, juega con ellos, para finalmente humillarles antes de matarles. Se llama Quinos, y es tan astuto, tan hábil, que es quien toma las decisiones cuando los seis jefes están juntos.

Uno de los jefes, no es malo. Trata a las mujeres con amabilidad, aun no ha matado ni expulsado a ningún adolescente. Al resto de jefes, no les ha gustado eso, pero ya no pueden hacer nada, porque esos adolescentes a los que no ha matado ni expulsado, le adoran, y le apoyarían en cualquier desafío. Se llama “Queñín”, de pequeñín, pero no te engañes, es el hombre más grande que conozco, es enorme. Y además, es uno de los primeros alumnos que bajaron de la montaña, es un gran guerrero. Cuando bajó, lo primero que hizo, no fue buscar una cueva para tener mujeres y niños como esclavos. Lo primero que hizo fue desafiar al mismo jefe que le expulsó, en la cueva donde había dejado a su madre y a sus hermanos y hermanas. Su madre ya había muerto, pero sus hermanos, necesitaban su ayuda. “Queñín”, se deshizo de su adversario en cuestión de segundos. Nunca nadie se ha atrevido a desafiarle.

“Queñín”, no hace tratos con los demás jefes, siempre le avisan, pero nunca acude, incluso cuando escapamos de las otras cuevas, podemos intentar llegar hasta él, porque nos acoge como a uno de los suyos, y ahora es fuerte tiene con él a muchos jóvenes que le deben la vida. Desgraciadamente yo nunca habría llegado hasta él, su cueva y la mía son las más alejadas. Si lo hubiese intentado, me habría tropezado antes con Quinos, y éste, me habría usado como a un perro, a veces lo hace, coge a un fugitivo, le ata una cuerda fina y lo va arrastrando por todas partes, le obliga a comer sobras, y finalmente la cuerda desgarra la piel del cuello, que se infecta y terminas muriendo. Por eso no me he atrevido a cruzar cerca de él. Una vez hizo lo del perro con una mujer, era una de sus hijas.



Así más o menos es la vida en las cuevas, las mujeres y los niños trabajamos en todo, somos esclavos maltratados. Ahora mismo, Miros, la única opción que tenemos es huir a la montaña, y una vez allí, esperar una oportunidad de escapar al valle.

Esa es la vida aquí, ¿qué te parece?, ¿es mejor que tu lado?.”



Mientras Nuño contaba su historia, habían ido ascendiendo en busca de los maestros. Varias veces tuvieron que volver sobre sus pasos, otras no consiguieron encontrar ningún camino, pero al final del día, se toparon con un centinela. Y era un centinela de los maestros.

 Llegaron a un pequeño poblado, había tres o cuatro cabañas construidas con madera y piedras, no eran muy grandes.

Miros se esperaba encontrar allí un ejército, pero no habría más de 20 hombres. Esperaba que los maestros fueran expertos guerreros como su propio instructor, como sus dos hermanos, pero...lo dudaba.





-         ¡Hola Nuño!, ¿sabes que Nano está tan furioso que ahora no podremos aventurarnos a bajar en una buena temporada?.

-         ¡Hola Gilés!, lo siento, iba a matarme, solo intento salvar la vida.

-         ¿Quién es el hombre que te acompaña?

-         Se llama Miros, y dice que viene del otro lado de la montaña, yo ya casi me lo estoy empezando a creer.

-         No sabemos de nadie que haya cruzado. Pero está claro que no tiene porque ser imposible, hace unos días, por una de las aberturas por las que sale un manantial, ha salido una perra herida, casi muerta...

-         ¡Luna! -gritó Miros- ¿Dónde está?

-         Morirá –dijo Gilés- en un principio, cuando estaba semiinconsciente pudimos curar sus heridas, pero ahora, es imposible acercarse a ella.

-         ¿Dónde está?

-         En aquella caseta pequeña, pero ya te digo que es peligrosa, debe de tener la rabia.



Miros corrió hacia la caseta, y en cuanto abrió, la perra saltó hacia él lamiéndole la cara y quejándose lastimeramente, casi no se tenía en pie, estaba hambrienta.

-         ¡Luna! ¿por qué me seguiste?- Miros abrazaba a la perra como si fuese un familiar, un familiar que no tenía.

-         Ahora si que yo también me lo voy a creer. Miros,  vas ha tener que contarnos tu historia.-dijo Gilés.

Y alrededor del fuego, todos aquellos hombres, se dispusieron a escuchar aquella historia, la historia de Miros el niño, y luego la historia de Miros el adolescente, y luego la historia de su desgracia.




miércoles, 18 de mayo de 2011

1.- MIROS: LA HUIDA

MIROS



1.- LA HUIDA



         Miros corría como un loco, corría por su vida. Corría por su vida, pero su vida no le importaba ya nada, solo un instinto en  su subconsciente, ¡sobrevivir!, eso que le hacía correr desesperadamente. Ya se oían los ladridos de los perros de guerra a sus espaldas, no le preocupaban los perros, no le harían nada, le preocupaban los hombres que seguían a esos perros, porque esos hombres iban a matarle. Si los perros llegaban a su lado, seguirían con Miros hasta morir. Mientras la cabeza estaba a punto de estallar y le palpitaban las sienes, no podía evitar pensar en esos perros, sin duda “Luna” llegaría la primera, seguramente, con diez minutos de adelanto sobre los otros perros de guerra, mucho más efectivos en la guerra, pero mucho más pesados y lentos por aquellos parajes rocosos. Pero “Luna”, pobre “Luna”, porque ella llegaría a su lado, o moriría intentándolo.

         Mientras corría, cada vez más cansado, recordaba el día en que llegó al castillo, y como no tenían otra tarea que encomendarle, le pusieron a limpiar las perreras, a alimentar a aquellas malas bestias con carne cruda para que en la guerra fueran un soldado más. Al principio, no le gustaba su trabajo, Miros se encontraba muy a gusto entre los animales, pero estos perros, eran peor que los lobos, eran verdaderas fieras, maltratados y enjaulados, no sentían nada por nadie, solo temían al hombre que desde pequeños les entrenaba para matar y obedecerle, no le querían, no le apreciaban, solo le temían. Pero Miros, poco a poco sin que nadie, ni el mismo supiera cómo, fue inspirando cariño en esos animales. No les acariciaba, hubiera sido imposible, pero para unos animales que solo han recibido palizas, unas palabras dichas en un tono suave, mientras les daba de comer, eran un bálsamo, y a lo largo de todo un año, habían empezado a sentir por Miros lo que deberían haber sentido por sus dueños de no haber sido seleccionados para ser perros de guerra. A los pocos meses de comenzar  con ese trabajo, Miros ya podía entrar a curar las heridas que cada día sufrían de manos de su entrenador, lo cual, nunca había sucedido, porque cualquier persona que intentase acercarse a ellos, era atacada inexorablemente.

         En el momento que aquel miserable que entrenaba a los perros, soltó las correas que los retenían, todos salieron disparados, pero ni uno solo de ellos le habría hecho el menor daño, porque Miros era lo único bueno de sus vidas. Perseguían a Miros, sí, pero no para destrozar su cuerpo como si fuera otro el perseguido, perseguían a Miros, solo para estar con él, para jugar con él, para saltar a su lado. Todo eso era ignorado por los hombres que les dirigían. De haber sabido de la estrecha relación que había entre los perros y el fugitivo, no se habrían molestado en usar los perros.



         “Luna” ya estaba a su lado, justo cuando Miros comenzaba a subir por la escarpada ladera de aquella montaña. La fiel perra, entorpecía su avance, porque una vez juntos, el pobre animal demandaba una atención que Miros no podía tener. Una vez ascendiendo, Miros tenía una oportunidad, que sus perseguidores se detuvieran al pie de la montaña, sabedores como eran de que era imposible escalar esas montañas hasta su cumbre, porque nunca nadie había pasado por allí, esa era la frontera sur de sus vidas, porque nadie nunca había pasado de allí, y quien lo intentó durante el verano, murió o desistió. Ahora ni siquiera había comenzado la primavera, subir ahora era morir. Pero Miros no tenía otra opción, subir, que sus perseguidores se detuvieran, esperando que el hambre y el frío le hicieran retroceder y entonces capturarle.



         Era una apuesta arriesgada, pero tenía esperanza en que los hombres dejasen ascender a los perros, confiados en que los perros le alcanzasen y le trajesen en trocitos, como el mismo había visto en alguna ocasión, partes de un cuerpo amputadas a mordiscos. No contaban con que los perros, una vez a su lado, retornarían como enemigos y defendiendo al fugitivo.



         Efectivamente, los hombres acamparon al pie de la montaña, eso salió bien, pero también los perros se quedaron. Temeroso de perder alguno de sus valiosos perros, el entrenador les detuvo antes de que le siguieran. No podía regresar, si los perros estaban al lado de su entrenador, sería mucho más fuerte su miedo al entrenador que su fidelidad hacia Miros. Incluso podría poner en peligro a “Luna”.



         Se acercaba la noche, ese detalle en el que Miros no se había detenido a pensar, era el causante del fracaso de su plan, porque el entrenador de los perros nunca les dejaba sueltos durante la noche.



         Subir. Subir. Era preferible dejarse morir, pero lo mismo era una muerte demasiado larga. Subir no. Subir para qué. No se veían las cumbres, estaban tan lejos que nunca se veían, siempre rodeadas de nubes o nieblas.



         Cuando sonó el silbido que reclamaba el regreso de “Luna”, el animal, dudaba entre seguir al lado de Miros o regresar, la costumbre de retornar durante la noche estaba muy arraigada en los perros, pero últimamente retornaban al cuidado de Miros, y Miros ya estaba a su lado, el animal comenzaba a descender en dirección a los otros perros, pero al poco tiempo regresaba. Tan indecisa estaba, que cuando Miros la ordenó regresar, la perra obedeció aliviada.



         No sabía qué hacer, bajar era morir de una forma que ignoraba, pero en todo caso larga y dolorosa, en eso no dudaba, recordaba el proceder de esos guerreros con los apresados, amputaciones, quemaduras... le vino a la mente la visión de las tenazas empapadas en sangre, de algunos dedos humanos en el comedero de los perros, y de otras “lindezas” semejantes.

         No. Bajar no. Subir era morir, pero era morir agotado y helado, sin un rasguño, era caer inconsciente y no despertar. Subía, subía despacio, la ropa era insuficiente, a medida que desaparecía la luz solar, el frío era cada vez más. Estaba agotado y la lentitud de sus movimientos era patente. Subía a morir lejos del mundo que había conocido, a morir solo. Se animó pensando que morir helado, era mejor que morir quemado o despedazado.

         Se detuvo porque el desnivel se hizo infranqueable en el estado de debilidad en que se encontraba. Comenzó a avanzar a duras penas hacia un lateral con el único propósito de agotarse lo máximo posible, sobre todo para no estar esperando la muerte durante mucho tiempo. Había mucha nieve, durante el día estaba comenzando a derretirse, pero en la noche el frío congelaba de nuevo la superficie. Su barba estaba llena de escarcha, su nariz goteaba, y ya hacía un rato que avanzaba de rodillas clavando su espada por delante para apoyarse y no caer de bruces en cada paso.

         Me rindo, pensó. Y en el último gesto, de rodillas, levantó su espada para clavarla en la nieve por última vez, con todas sus fuerzas, que ya no eran muchas, empujó con todo su cuerpo, la espada descendió, pero no quedó clavada hasta la mitad, se hundió hasta la empuñadura, y siguió hundiéndose tragada por la nieve y arrastrando a Miros detrás. Cayó durante poco más de tres o cuatro segundos resbalando en la más absoluta oscuridad, no se veía nada, estaba magullado y dolorido, helado desanimado, cansado, muy cansado.



-         No importa, -dijo en voz alta- moriré aquí, da igual aquí que en la nieve. Aquí no hace mucho frío...



El sueño le venció, pero no murió, horas después, se despertó. En la superficie habría muerto, pero allí seguía vivo, y tenía hambre, buscó en su bolso y encontró un trozo de pan duro, estaba mojado, lo comió, y se metió un trozo de nieve en la boca que le hizo sentir cada uno de sus dientes.

Seguía sin ver nada, sin duda habría amanecido, pero no se veía nada. Se arrastró por el suelo mojado, poco a poco se puso de pie y tanteando con una mano la pared de un lado y con otra por delante de su cara para no golpearse. El suelo resbaladizo le hizo caer muchas veces, notaba la sangre resbalar por su rodilla, tenía los pies congelados, no tenía sed, pero tenía mucha hambre, estaba muy cansado, pero ahora que no tenía nadie persiguiéndole, lo único que podía hacer era avanzar por aquel tunel enorme.

De repente resbaló por una especie de torrente, se iba golpeando en todas partes. No supo cuánto tiempo duró esa caída, pero se le hizo muy larga. Finalmente cayó a un remanso, los ojos se le incendiaron con una luz, que no pudo soportar después de tantas horas en la oscuridad. Tardó mucho en poder abrir los ojos, salió a la orilla del riachuelo en el que se encontraba, miró a su espalda, y allí imponentes, desde el otro lado de la montaña, esas cumbres que nunca nadie había visto. Allí estaba, en ese lugar al que nadie había llegado nunca. Salvado, perdido, dolorido, mojado, helado, herido, sin nada en la vida, estaba en otro lugar, ajeno a su vida anterior, separado de su pasado por unas montañas al norte, infranqueables. Pero salvado.

Se secó al sol del mediodía, y descansó al lado del riachuelo, tumbado boca arriba, contemplaba aquellos picos soleados, los mismos picos que desde el otro lado de la montaña nunca se veían, siempre ocultos por la niebla  o por las nubes, además de eso, notó que la temperatura a este lado era más agradable.

A media tarde trepó a un árbol, y desde allí se veía un valle que descendía hacia el sur, también se veía como el riachuelo que tenía a sus pies se iba ensanchando. Se bajó del árbol, recogió su ropa y su espada y se dispuso a buscar un lugar en el que pasar la noche, tenía un hambre de lobo, pero ni siquiera tenía como hacer fuego, y mucho menos nada que comer.

Comenzó a descender poco a poco, el terreno era muy abrupto, y los precipicios eran peligrosos, tenía que caminar con mucho cuidado. A su derecha divisó una pequeña cueva, cuando llegase hasta ella, sería casi de noche, pero tenía miedo de pasar la noche a la intemperie, así que decidió apresurarse a llegar, deteniéndose solo para recoger algunos frutos secos que no sabían muy bien después de haber pasado todo el invierno en el suelo, pero con el hambre que tenía no podía andarse con remilgos. Cada vez tenía más hambre, lo poco que fue encontrando, no hizo otra cosa que abrirle el apetito.

Cuando llegó a la cueva estaba muy oscuro, entró tanteando, avanzó unos cuatro metros, se sentó, y enseguida se quedó dormido. El hambre y la debilidad, le provocaron terribles pesadillas.

Le despertó un ruido, muy cerca de él, hacia el interior de la cueva, sintió el ruido a menos de dos metros de él, se temió que fuese un animal, y cogió su espada, todavía era noche cerrada, y no se veía nada, apoyó su espalda en la pared, y con la espada por delante por si acaso. En esa posición esperó el amanecer, no se atrevía a salir por temor a ser atacado por la espalda. De vez en cuando oía una respiración muy agitada, pero no podía saber de qué o de quién podía ser.

Anhelaba y temía a la vez que llegara la primera claridad, pero cuando llegó, no tuvo miedo, asentó los pies firmemente, y se dispuso a defenderse. Lo primero que vio fue el brillo de unos ojos luego fue apareciendo la figura de un muchacho de unos 15 años, estaba atemorizado, había pasado tanto miedo que le temblaban las piernas, y las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

-         ¿Quién eres? –preguntó Miros.- Tuvo que repetir la pregunta varias veces.

Fue retrocediendo poco a poco, y el muchacho se fue a su vez acercando a la salida. Miros fua bajando su espada.

-         No tengas miedo, no te haré nada, ¿cómo te llamas? –repitió-.

-         Nuño, me lla...mo Nuño...